No debemos querer otras cosas aparte de nuestra ocasional comprensión de la muerte
y el volcánico amor que nos impulsa a unirnos los unos con los otros.
John Cheever
Por Ignacio Javier Beetar Zúñiga
Mi intención en el siguiente texto será rastrear la manera en la que John Cheever, por medio de su relato “El nadador”, da cuenta de dos tipos de sentimientos que tanto para Aristóteles como para Martha Nussbaum, hacen posible la emoción trágica: estos son, la compasión y el temor; a la vez que trataré de demostrar cómo este par de componentes emotivos propios de la tragedia griega son juicios que los seres humanos (en este caso los lectores) emiten sobre el mundo, las creencias y valores que componen su idea de lo bueno, lo malo, lo justo, lo injusto, lo agradable, lo desagradable, etc. Para ello mantendré una tesis que considero esencial. Esta es, que las emociones en efecto son juicios valorativos que emitimos, y que tales juicios emocionales (y valorativos) dan cuenta de la idea que tenemos sobre lo que es o no eudaimonista. Todo visto, desde luego, a la luz de la tragedia griega, de la idea que de la misma tienen tanto Aristóteles como Nussbaum; esto es, cómo el fenómeno trágico (ya sea el meramente literario o el representativo) se vale de lo temeroso y lo compasible para que el espectador se enfrente y a la vez comprenda el valor real, concreto, que tienen sus propias emociones; la manera en la que estas le dicen algo valioso sobre su vida y la concepción que él mismo tiene del mundo.
Si bien para plantear tal asunto me valgo de la tragedia griega (utilizando el concepto de emoción trágica con todos los elementos que la componen), intentaré instalar tal discurso filosófico en un texto literario de mediados de siglo XX. La pregunta a estas alturas será ¿por qué plantear todo este asunto en un relato de los años cincuenta? La razón es simple. Cheever fue, por así decirlo, el cronista de las desgracias de la clase media norteamericana, y es justamente esta palabra (desgracia) la que a su vez sustenta la tragedia griega. Podría refutarse esta idea diciendo que lo mismo hicieron otros autores norteamericanos como Mailer y Capote (sólo por citar un par), pero la manera de Cheever es particular justamente porque primero, en todas sus obras se halla la misma preocupación: la vida de la gente de clase media-alta norteamericana. El escritor intenta retratarla de la forma más fiel posible, desenmascarando la falsa concepción que se había construido sobre el estilo de vida de ese grupo social. Y segundo, porque Cheever era un lector empedernido de las tragedias griegas; así que no es gratuito que utilice a este autor para referirme a un tema tan importante como las emociones y el papel que ellas jugaban en la Grecia antigua a través de la representación teatral.
Para Aristóteles, temor y compasión (entre otros) son elementos subjetivos de la persuasión, la cual es a su vez el elemento clave de la retórica. Afirma el estagirita que las pasiones son las causantes de que los hombres se hagan volubles y cambien en lo relativo a sus juicios, en cuanto que de ellas se sigue pesar y placer (1378a20). Lo cual quiere decir que las pasiones son las responsables de que las ideas que los hombres tienen de las cosas se modifiquen, y tal discriminación es posible (la del cambio de un juicio a otro), porque hay algo que las sostiene, como una base sobre la cual operan; esto es, los sentimientos de placer y dolor, o sea, la capacidad de discriminar entre lo que es bueno o malo para ellos mismos, lo que les produce satisfacción o sufrimiento. Entiendo que este es el fin último al que responde tal estudio de la emoción, y por eso es de vital importancia para lo que pretendemos plantear más adelante, pues el sentido de lo eudaimonista es la base sobre la cual se apoya Nussbaum para plantear su concepción de las emociones como juicios valorativos.
Pero no nos adelantemos.
Aristóteles, en su retórica, discrimina entre una variedad de pasiones, pero en este caso en particular, nos limitaremos a las que les son propias a la emoción trágica. Así, tenemos que el temor y la compasión son los dos tipos de emociones que contribuyen o posibilitan el efecto de la tragedia griega. El filósofo entiende por temor un cierto pesar o turbación, nacidos de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso además de que este mal debe acarrear grandes penalidades o desastres y ello además si no aparecen lejanos sino próximos, de manera que esté a punto de ocurrir (Retórica, 1381b20-25). Con lo cual se da a entender que la sensación de temor o miedo sólo es posible experimentarla cuando se descubre que hay un mal latente y próximo, un mal que amenaza con destruirnos de forma cercana; y además de eso, que tal mal ha sido sufrido por otros semejantes a nosotros. Esto último (la ejemplificación de ese mal posible y próximo en la vida de otros semejantes al auditorio) es de vital importancia para que la tragedia surta efecto. Si no hay una semejanza entre aquellos a los que se les muestra la amenaza y otros similares a ellos que han sido amenazados, la intención retórica será fallida.
En lo concerniente a la compasión, el estagirita la plantea como dependiente del temor, ya que para este filósofo sólo se es compasivo cuando aquel mal cercano que se aprecia en un semejante (en este caso en el personaje trágico), el espectador piensa que puede ocurrirle a él mismo, y no sólo eso, sino que además, para que se produzca tal estado compasivo en el espectador, es necesario que esté convencido de que el personaje que sufre la desventura, la mala fortuna, sea una persona buena, de lo contrario, el efecto retórico esperado, tampoco surtirá efecto:
“se es compasivo, además, sólo si se cree que existen personas honradas, porque el que a nadie considere así, pensará que todos son dignos de sufrir un daño. Y también en general, cuando uno se halla en la disposición de acordarse de que a él mismo o a alguno de los suyos les ha acontecido cosas de la misma naturaleza, o en la de esperar que, igualmente a él, o a alguno de los suyos, les pueda llegar a suceder” (Ibid. 1368a)
Respecto a las personas allegadas que sufren o podrían sufrir una desventura, Aristóteles aclara que para que se pueda experimentar compasión por estas personas, deben no ser muy allegadas a uno mismo, pues de lo contrario el sentimiento no sería compasivo sino terrible, algo que como él mismo asegura, es muy diferente:
“(…) lo terrible es ciertamente cosa distinta de la compasión, incompatible con la piedad e incluso, muchas veces, útil para lo contrario, puesto que ya no se siente compasión cuando lo terrible está al lado de uno” (Ibid. 1368a20)
Hasta aquí hemos expuesto el problema de las pasiones para Aristóteles (más exactamente el temor y la compasión), tal como lo aborda en la retórica. Este planteamiento es el que nos servirá para orientarnos conceptualmente con el discurso de Martha Nussbaum.
Para no extendernos en exposiciones netamente teóricas de filósofos (como hice con Aristóteles y sus conceptos de temor y compasión), iremos analizando la forma en la que Nussbaum entiende que las emociones son juicios valorativos sobre las cosas, apoyándonos en el texto “El nadador” de John Cheever.
La primera impresión que se tiene en dicho relato es que las cosas están en calma, o en paz, como afirma el narrador. Ned Merril y su esposa Lucinda departen en la casa de unos amigos con otros invitados. Beben buenos tragos y conversan en un domingo, que según Cheever, es espléndido. El protagonista parece estar en paz con el mundo, y feliz de la vida que lleva. Todo marcha de manera bastante agradable y acorde a la existencia de una persona perteneciente a su condición social; o al menos a la forma en la que uno cree debería marchar la vida de alguien de tal posición. Su casa se encuentra en Bullet Park, a doce kilómetros hacia el sur de donde están, piensa que allá estarán sus hijas, jugando tenis o almorzando. Las palabras que utiliza Cheever para dejar claro que las cosas andan en calma y que el curso de los acontecimientos es normal son:
“No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión” (Cheever, 2006, pp. 354)
Las cosas marchan sin complicaciones, o así sería si el narrador no afirmara un poco más adelante, cuando el protagonista se prepara para lanzarse a la piscina, que Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Es la primera pista que nos da el escritor para ponernos alerta, para insinuarnos que a pesar de la tranquilidad que Ned Merryl experimenta desde el inicio del relato, en realidad hay algo que no marcha bien en él. Y tanto es así, que más adelante tal idea se corrobora con la siguiente frase:
“Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas (…)” (Cheever, 2006, pp. 354)
Cómo vemos hasta aquí, el personaje cumple con unos requerimientos básicos para que el lector pueda, de alguna manera, identificarse con él, o al menos experimentar algún tipo de simpatía. Este es el primer vínculo, no muy distinto al que plantea Nussbaum, fundamentándose en Aristóteles, respecto a la tragedia griega. El personaje debe ser bueno para que la desgracia que le ocurre sea de tipo trágico, para que el espectador (o lector en este caso) pueda experimentar compasión por lo que le sucede y a la vez, miedo de que aquello pueda ocurrirle a él mismo, de que sea una de esas cosas que pueden pasar, utilizando una expresión propia de la filósofa norteamericana.
“Las obras literarias, por el contrario, nos muestran pautas de acción generales y plausibles, las cosas que pueden pasar en la vida humana. Cuando aprehendemos los patrones de relevancia que nos brinda una obra, también obtenemos cierto saber sobre nuestras propias posibilidades” (Nussbaum, 2008, pp. 280)
Pero en nuestro caso, aún no se plantea la situación que conduce al personaje principal a experimentar un revés en su vida. De tal forma que procederemos a indicar el momento en el cual el protagonista experimenta la situación límite.
La estacada se da cuando Ned Merril decide hacer un recorrido del lugar en el que está con su esposa, hasta donde se encuentra su casa. Lo curioso es que este trayecto lo recorre a nado, valiéndose de las piscinas que hay en cada una de las casas aledañas. Podríamos decir, siguiendo el recorrido del personaje (el trayecto que lleva de piscina a piscina), que la imagen del nado no es más que una metáfora del recuerdo, de la reconstrucción de un pasado inmediato en el que ocurrió algo tan grave como para que Ned Merril haya decidido cruzar doce kilómetros nadando hasta su casa, valiéndose de las piscinas de vecinos conocidos. Este momento se da cuando el personaje accede a la cuarta o quinta propiedad de su recorrido; la casa de los Welcher. Descubre con asombro que la casa está sola y la piscina vacía, este hecho lo utiliza el narrador para hacernos un giño sobre el estado psicológico del personaje, de la manera en que se ha desvirtuado su concepción del tiempo y espacio. Tanto así, que al ver con asombro la piscina sin agua y la casa deshabitada, se pregunta:
“¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo –habría que decir, más exactamente- Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiera transcurrido más de una semana. Le fallaba la memoria, o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad?” (Cheever, 2006, pp. 359)
Ahora está más claro, algo grave ha ocurrido para que el narrador diga al final de este fragmento, ¿Le fallaba la memoria, o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? En realidad tal acontecimiento, más que ser insinuado, es casi evidente. La confirmación total de esto sucede más adelante, cuando penetra a una de las casas. Su propietaria, al verlo, lejos de sorprenderse, le habla medio en complicidad:
“- Sentimos mucho que te hayan ido mal las cosas, Neddy.
-¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.
-¿No? hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…
-No he vendido la casa, dijo Ned.” (Cheever, 2006, pp. 362).
Por último, para corroborar definitivamente el asunto, cuando está casi al final de su recorrido, llega a la casa de una vecina que brinda una fiesta, y esta, además de ponerse de mal humor por ver en su reunión a alguien a quién no había invitado, comenta con otra persona: Se arruinaron de la noche a la mañana, no les quedó más que su sueldo y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares… (Cheever, 2006, pp. 365).
Al final del recorrido, Ned Merrill descubre, extraña (o locamente) asombrado, que su casa está vacía y con todas las puertas aseguradas. Que ese, en efecto, ya no es su hogar. Ned, en realidad, ha estado recogiendo sus pasos a medida que nadaba de piscina en piscina, con la única intención de corroborar si su tragedia no ha sido más que un producto de su imaginación, o si en verdad ha ocurrido.
Me he tomado el trabajo de describir esta situación de manera excesivamente sintética, sólo porque considero necesario mostrar los breves fragmentos con los que el narrador nos va llevando progresivamente hacia la doble desgracia de Ned Merrill (su quiebra y la locura que le produce la misma). Ned es incapaz de aceptar lo que le ha sucedido.
Se podría decir que este suceso no es, desde una perspectiva convencional, un motivo para que el lector experimente temor y compasión; a lo que yo respondería que sí es posible, y que tal efecto se produce si además de tener en cuenta que esto le sucede a un hombre común y corriente, que a cualquier persona que lee el relato, bien podría ocurrirle perder todo lo que ha conseguido, perder su dinero y estatus social (aunque no sea necesariamente la posición de una persona de clase media-alta), es posible que suceda, repito, o que el lector se lo crea, si el autor hace los “guiños” necesarios para que se le siga de la forma esperada. La manera en la que esto se da, depende de la estructura misma del texto. En palabras de Nussbaum:
“(…) si queremos valorar la riqueza del contenido emotivo, no podemos ignorar su forma; de hecho, no podemos ni siquiera describir correctamente la forma o estructura de una obra trágica sin mencionar su contenido emotivo” (Nussbaum, 2006, pp. 278)
Estos guiños, cuyo fundamento se da, sobre todo, a partir del temor y la compasión como emociones que vinculan al lector con el texto, posibilitan la comprensión de la tesis que intentamos sostener: que las emociones son juicios valorativos. Y es así, justamente porque esos “guiños” antes mencionados (los fragmentos del relato que he citado anteriormente) son los que en gran medida construyen el enlace identitario entre el lector, el carácter del personaje y sus acciones. El lector pues, responde a tales acciones de la obra, descubre que además de referirse a asuntos del texto mismo, se refiere a su vez a hechos y concepciones que él mismo tiene de las cosas. Las emociones que el lector experiementa son juicios de las cosas que responden tanto a la obra sobre la cual experimenta las emociones como a las ideas que tiene de las situaciones ajenas a la narración. No hay separación de lo reflexivo y lo emotivo. Lo que el lector del relato de Cheever experimenta es la desorientación del personaje, que lo lleva (al lector) a identificar paulatinamente, por medio de la estructura de la narración, la locura de Ned Merrill, la negación del drástico cambio que ha sufrido su estilo de vida. Respecto a este tema, Nussbaum afirma que:
“La aprehensión cognitiva no viene producida por la experiencia emocional, sino que se halla enclavada en ella. Las cogniciones, si bien en cierto sentido pueden separarse de la obra (pues podemos darnos cuenta de cosas sobre nuestra propia vida sin ver una tragedia, y podemos conservar los conocimientos que nos brinda una tragedia una vez que su experiencia ha pasado), siguen siendo de la obra y constituyen respuestas a la obra(…)”(Nussbaum, 2006, pp.279)
Y continúa en la misma línea, explicando que justamente, tal forma o estructura es lo que hace que la tragedia griega sea tan importante en nuestras vidas, que sus formas se adecúen tan bien para originar experiencias que se abren camino a través del embotamiento de la vida cotidiana o nos muestran algo profundo sobre nosotros mismos y nuestra situación real. (Nussbaum, 2006, pp. 279)
Creo que aún se puede explicar este asunto de la emoción como juicio de valor en la tragedia de forma mucho más profunda, más desmenuzada, y por tanto, mucho más clara. Aún no hemos incluido los conceptos aristotélicos de pericia y agnición, constitutivos de la fábula, que nos ayudarían a aclarar de mejor manera el funcionamiento de la tragedia griega, y la forma en la que ella misma se evidencia en el relato de Cheever. La aclaración de estos elementos es de vital importancia, pues por medio de ellos podremos abordar la manera como la compasión y el temor se dan en la fábula. Cosa que aún no se ha hecho. He trabajado fragmentariamente estos asuntos adrede, pues mi intención fue exponer en primera instancia que las emociones (temor y compasión en este caso) son en efecto juicios valorativos tanto de la obra como de nuestra propia vida, y que tales emociones experimentadas antes que nada son una respuesta cognitiva a la obra misma (en este caso al texto de Cheever), y en segundo lugar (que es lo que haré inmediatamente) argumentar, ahora sí, de forma mucho más minuciosa, los elementos que hacen posible la tragedia. Lo que sigue es como una especie de fenomenología de la tragedia. El momento en el cual se exponen y analizan todas esas pequeñas partes constitutivas, y de cómo estas se encuentran instaladas a su vez en el relato que nos compete.
Empecemos pues, por la definición de fábula. Aristóteles entiende por esta, la composición de los hechos, y caracteres, a aquello según lo cual, decimos que los que actúan son tales o cuales, y pensamiento, a todo aquello en que, al hablar, manifiestan algo o bien declaran su parecer (Poética, 1455a5-8). Y un poco antes de hacer esta afirmación, dice que la fábula es la imitación de la acción (Ibid. 1450a3). La estructura de los hechos es, según el estagirita, la imitación de la acción, así, al menos, en la tragedia griega. La misma construcción, como es de esperarse, se da en el relato de John Cheever, donde en efecto hay un hombre llamado Ned Merril, con sus características propias, y el cual a su vez, realiza una serie de acciones que son las que lo conducen a la revelación (tanto suya como del lector) de la desgracia que le ocurre. Los pensamientos de Merrill respecto a la tranquilidad que siente, la extraña decisión de cruzar a nado 12 kilómetro hasta su casa y las conversaciones que sostiene con los vecinos que sienten lástima por él, van configurando, dándole orden y claridad al relato mismo, al igual que lo haría la fábula en una tragedia griega.
No me explayaré aún sobre el concepto de imitación (mímesis), puesto que quiero primero abordar algo que considero sustancial para redondear la idea sobre la fábula. Esto es, los conceptos de agnición y peripecia. El de mímesis lo utilizaré luego, cuando exponga de forma mucho más precisa por qué tales emociones trágicas son juicios valorativos y cómo estos se producen en el relato que hemos estado analizando.
Dice Aristóteles, en su poética, que la peripecia es el cambio de acción en sentido contrario (Ibid. 1452a22). La manera en que tal afirmación se da en el relato de Cheever se evidencia cuando el narrador nos lleva por el recorrido que el mismo protagonista hace de una piscina a otra, hasta llegar donde la señora que le dice muy sutilmente:
“(…) hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…” (Cheever, 2006, pp.362)
Aunque el cambio es más drástico para el lector que para el mismo personaje (pues a esas alturas uno ya sospecha que Ned es más o menos consciente de lo que le ha pasado), no deja por ello de producir cierta impresión. De igual manera, el hecho de que Ned, decida, de repente, por una razón aparentemente incomprensible, empezar a recorrer las piscinas ajenas también es una muestra de ese efecto de peripecia al que se refiere Aristóteles. Obviamente, no se da estrictamente en el sentido que plantea el filósofo, pues no es el cuento de Cheever un tragedia griega, sino una especie de tragedia norteamericana del siglo XX, con problemas, me atrevería a decir, más complejos, o que al menos su complejidad es enfocada de otra manera, porque responde a las necesidades y preocupaciones de otra época.
De igual manera, en la expresión de la mujer dueña de la propiedad que Ned invade, también se revela el carácter de agnición. Si tenemos en cuenta que Aristóteles entiende por el mismo un cambio desde la ignorancia al conocimiento, para amistad o para odio, de los destinados a la dicha o al infortunio (Poética, 1452a30). Esta mujer, de alguna manera, revela un conocimiento del que bien podríamos decir, Ned Merrill no tiene conciencia, o al menos no tiene plena conciencia en aquel momento; tal vez su locura, o desorientación (o por qué no, ambas cosas) lo mantienen en un estado más de ignorancia que de negación. Pero incluso hay un momento, una acción en el relato que da mejor cuenta de este suceso; este es, el encuentro que Merrill tiene con su ex amante, al llegar a su casa y pretender beber un trago como si nada malo hubiera pasado entre ellos. Ned la ha dejado, así que supone que tiene una ventaja, que por tal razón puede atreverse a llegar sin avisar, y pedir, así nomás, una bebida. La ex amante lo trata con desdén, le dice que tiene a otro hombre en su casa, y le pregunta por qué se sigue comportando de forma tan inmadura. He aquí la gran revelación; porque este momento no sólo encierra el rechazo de una mujer que tiempo antes fue suya, sino que ella a su vez simboliza el rechazo de todo el estilo de vida que poseía. El desprecio con el que ella lo trata significa, antes que nada, la revelación de que el valor que él tenía para ella se halla no sólo en la representación varonil, sino en el hecho de que Merrill era un correcto ejemplar de todo Bullet Park, Merrill representaba la opulencia, comodidad, soltura y poder de aquel vecindario; su amor, a lo mejor, se fundamentaba justamente en eso. Esto a Ned lo descompone a tal punto, que da unos pasos más, se zambulle en la piscina, y al salir de ella, repentinamente, se pone a llorar. La desgracia ha salido a la luz, y ya Merrill, por muy loco o desorientado que esté, es totalmente consciente de ello. La reproducción del siguiente fragmento quizá parezca un poco extenso, pero considero que es necesario reproducirlo en su totalidad, para entender la manera en la que se da la agnición en este caso:
“-Qué quieres –le preguntó ella-.
-Estoy nadando a través del condado.
-¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?
-¿Se puede saber qué te pasa?
-Si has venido buscando dinero –dijo ella-, no voy a darte ni un centavo.
- Puedes darme algo de beber.
-Puedo, pero no quiero, no estoy sola.
-Bueno, me marcho enseguida.
Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped –ya se había hecho completamente de noche- le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.” (Cheever, 2006, pp. 336)
Ned Merril se echó a llorar, y lo hizo porque a esas alturas ya estaba convencido de su desgracia. Él ya no representaba Bullet Park, no era un ejemplar de su antigua clase social. Ned ya no representaba el bienestar y la promesa del american way of life. En cambio sí representaba la caída en desgracia de un hombre que había conseguido todo lo que el estadounidense promedio desea. Ned tuvo y perdió lo que muchos hombres en los Estados Unidos quieren en sus vidas, y lo que muchos otros de su misma clase social tienen. Así, lo que se pone en juego, como posibilidad de pérdida, de desgracia, es lo que para unos es una aspiración y para otros una certeza. Cheever estremece las emociones de los hombres acomodados, pero también la de los pobres que aún creen en el sueño americano.
Hasta aquí he expuesto la manera en la que Cheever se vale de los elementos retóricos y poéticos que hemos identificado en Aristótles para producir los efectos de temor y compasión. La fábula, tal como la entiende Aristóteles, es imitación de la acción. Y es justo en tal imitación (o mímesis) donde hay que detenerse, pues según el estagirita, la imitación es placentera para los seres humanos ya que a través de ella adquieren conocimientos. Así, el filósofo asegura que:
“(…) aprender agrada muchísimo no sólo a los filósofos, sino igualmente a los demás, aunque lo comparten escasamente. Por eso, en efecto, disfrutan viendo las imágenes, pues sucede que al contemplarlas deducen qué es cada cosa, por ejemplo, éste es aquél (…)” (Poética, 1448b15-17).
La mímesis es de nuestro interés porque experimentamos placer al aprender, al adquirir conocimiento por medio de la representación de la acción. La pretensión es pues, que mediante el ejercicio de mímesis y acción que se da en la tragedia, se produzca, un tipo de “limpieza” emocional, en la cual la identificación del espectador (o lector) con las desgracias de un personaje, que en últimas, dado el hecho de que se ha venido revelando como poseedor de cierto tipo de virtudes que hacen al lector pensar que sus desgracias no son merecidas, lo pongan en contacto con lo que tales valores del protagonista representan para su vida. A esto hay que sumarle, como ya antes había dicho, la cuestión de la posibilidad de que aquello ocurra al espectador-lector en cualquier momento. Que éste cree un vínculo entre las desgracias inmerecidas del personaje con el que se identifica y la posibilidad de que tales desgracias le puedan ocurrir a sí mismo: he aquí cómo se produce la compasión, y cómo a través de ella, se materializa la emoción en tanto es juicio valorativo sobre aquello que afecta o que pone en peligro lo que ese espectador-lector considera justo, bueno y placentero. Con relación a lo anterior, Nussbaum, apoyándose en el análisis realizado por Aristóteles, concluye que:
“Si, como nos aconseja el estagirita, reconocemos que los personajes trágicos se asemejan a nosotros en su bondad general y sus posibilidades humanas, y admitimos que la tragedia muestra la clase de cosas que podrían suceder al ser humano, con nuestro miedo y en él, nos damos cuenta de que su desgracia puede sobrevenirnos también a nosotros. Y esta respuesta nos servirá de enseñanza en lo relativo a nuestra condición y nuestros valores” (Nussbaum, 2008, pp. 478).
Lo que sucede en el relato de John Cheever nos revela, al final, cuando Ned Merrill se topa con su ex amante y cuando llega por fin al que era su antiguo hogar y lo encuentra desocupado y de puertas cerradas, es básicamente que al parecer no somos tanto lo que queremos ser, sino lo que los demás han construido de nosotros, lo que los otros dicen que somos. Esa definición del otro es la que nos da en gran medida una identidad (construida socialmente), y a partir de la cual podemos empezar a evaluarnos como individuos (si es que dadas las circunstancias, el término puede ser pertinente).
Tememos por lo que le ha sucedido a Ned Merrill a lo largo de la historia; los guiños y la estructura del relato han contribuido a tal experiencia; pero además también lo hemos compadecido, porque Ned representa por un lado el sueño de unos y la seguridad de otros, o mejor dicho, la amenaza en la que se puede encontrar uno y otro estado eudaimonísta. Me refiero a la creencia que tiene el pobre de poder aspirar a ese ideal de vida burgués que no posee pero que anhela y que considera como lo más cercano a una vida buena. Y a la creencia que tiene el rico respecto a que como Merrill, él también podría perderlo todo en cualquier momento, de que no está exento de tal situación. Así, la reacción que uno y otro expresen respecto a la “odisea” de Ned Merrill, dirá mucho sobre el tipo de valoración que ellos mismos tienen del buen vivir, de lo que representa esa escala valorativa en su estructura de fines.
Bibliografía
- Cheever, John, Relatos 2, Emecé, España, 2006
- Aristóteles, Retórica, Editorail Gredos, Madrid, 2005.
- _________, Poética, Editorial Gredos, Madrid, 1992.
- Nussbaum, Martha, Paisajes del pensamiento, Paidós, 2006.
- _________, La fragilidad del bien, La barca de la medusa, 2008.