lunes, 22 de agosto de 2011

LOS JUICIOS DE VALOR EN LA COMPASIÓN Y EL TEMOR: UN ACERCAMIENTO AL SENTIDO DE LA DESGRACIA EN EL RELATO “EL NADADOR” DE JOHN CHEEVER.



No debemos querer otras cosas aparte de nuestra ocasional comprensión de la muerte

y el volcánico amor que nos impulsa a unirnos los unos con los otros.

John Cheever

Por Ignacio Javier Beetar Zúñiga

Mi intención en el siguiente texto será rastrear la manera en la que John Cheever, por medio de su relato “El nadador”, da cuenta de dos tipos de sentimientos que tanto para Aristóteles como para Martha Nussbaum, hacen posible la emoción trágica: estos son, la compasión y el temor; a la vez que trataré de demostrar cómo este par de componentes emotivos propios de la tragedia griega son juicios que los seres humanos (en este caso los lectores) emiten sobre el mundo, las creencias y valores que componen su idea de lo bueno, lo malo, lo justo, lo injusto, lo agradable, lo desagradable, etc. Para ello mantendré una tesis que considero esencial. Esta es, que las emociones en efecto son juicios valorativos que emitimos, y que tales juicios emocionales (y valorativos) dan cuenta de la idea que tenemos sobre lo que es o no eudaimonista. Todo visto, desde luego, a la luz de la tragedia griega, de la idea que de la misma tienen tanto Aristóteles como Nussbaum; esto es, cómo el fenómeno trágico (ya sea el meramente literario o el representativo) se vale de lo temeroso y lo compasible para que el espectador se enfrente y a la vez comprenda el valor real, concreto, que tienen sus propias emociones; la manera en la que estas le dicen algo valioso sobre su vida y la concepción que él mismo tiene del mundo.

Si bien para plantear tal asunto me valgo de la tragedia griega (utilizando el concepto de emoción trágica con todos los elementos que la componen), intentaré instalar tal discurso filosófico en un texto literario de mediados de siglo XX. La pregunta a estas alturas será ¿por qué plantear todo este asunto en un relato de los años cincuenta? La razón es simple. Cheever fue, por así decirlo, el cronista de las desgracias de la clase media norteamericana, y es justamente esta palabra (desgracia) la que a su vez sustenta la tragedia griega. Podría refutarse esta idea diciendo que lo mismo hicieron otros autores norteamericanos como Mailer y Capote (sólo por citar un par), pero la manera de Cheever es particular justamente porque primero, en todas sus obras se halla la misma preocupación: la vida de la gente de clase media-alta norteamericana. El escritor intenta retratarla de la forma más fiel posible, desenmascarando la falsa concepción que se había construido sobre el estilo de vida de ese grupo social. Y segundo, porque Cheever era un lector empedernido de las tragedias griegas; así que no es gratuito que utilice a este autor para referirme a un tema tan importante como las emociones y el papel que ellas jugaban en la Grecia antigua a través de la representación teatral.

Para Aristóteles, temor y compasión (entre otros) son elementos subjetivos de la persuasión, la cual es a su vez el elemento clave de la retórica. Afirma el estagirita que las pasiones son las causantes de que los hombres se hagan volubles y cambien en lo relativo a sus juicios, en cuanto que de ellas se sigue pesar y placer (1378a20). Lo cual quiere decir que las pasiones son las responsables de que las ideas que los hombres tienen de las cosas se modifiquen, y tal discriminación es posible (la del cambio de un juicio a otro), porque hay algo que las sostiene, como una base sobre la cual operan; esto es, los sentimientos de placer y dolor, o sea, la capacidad de discriminar entre lo que es bueno o malo para ellos mismos, lo que les produce satisfacción o sufrimiento. Entiendo que este es el fin último al que responde tal estudio de la emoción, y por eso es de vital importancia para lo que pretendemos plantear más adelante, pues el sentido de lo eudaimonista es la base sobre la cual se apoya Nussbaum para plantear su concepción de las emociones como juicios valorativos.

Pero no nos adelantemos.

Aristóteles, en su retórica, discrimina entre una variedad de pasiones, pero en este caso en particular, nos limitaremos a las que les son propias a la emoción trágica. Así, tenemos que el temor y la compasión son los dos tipos de emociones que contribuyen o posibilitan el efecto de la tragedia griega. El filósofo entiende por temor un cierto pesar o turbación, nacidos de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso además de que este mal debe acarrear grandes penalidades o desastres y ello además si no aparecen lejanos sino próximos, de manera que esté a punto de ocurrir (Retórica, 1381b20-25). Con lo cual se da a entender que la sensación de temor o miedo sólo es posible experimentarla cuando se descubre que hay un mal latente y próximo, un mal que amenaza con destruirnos de forma cercana; y además de eso, que tal mal ha sido sufrido por otros semejantes a nosotros. Esto último (la ejemplificación de ese mal posible y próximo en la vida de otros semejantes al auditorio) es de vital importancia para que la tragedia surta efecto. Si no hay una semejanza entre aquellos a los que se les muestra la amenaza y otros similares a ellos que han sido amenazados, la intención retórica será fallida.

En lo concerniente a la compasión, el estagirita la plantea como dependiente del temor, ya que para este filósofo sólo se es compasivo cuando aquel mal cercano que se aprecia en un semejante (en este caso en el personaje trágico), el espectador piensa que puede ocurrirle a él mismo, y no sólo eso, sino que además, para que se produzca tal estado compasivo en el espectador, es necesario que esté convencido de que el personaje que sufre la desventura, la mala fortuna, sea una persona buena, de lo contrario, el efecto retórico esperado, tampoco surtirá efecto:

“se es compasivo, además, sólo si se cree que existen personas honradas, porque el que a nadie considere así, pensará que todos son dignos de sufrir un daño. Y también en general, cuando uno se halla en la disposición de acordarse de que a él mismo o a alguno de los suyos les ha acontecido cosas de la misma naturaleza, o en la de esperar que, igualmente a él, o a alguno de los suyos, les pueda llegar a suceder” (Ibid. 1368a)

Respecto a las personas allegadas que sufren o podrían sufrir una desventura, Aristóteles aclara que para que se pueda experimentar compasión por estas personas, deben no ser muy allegadas a uno mismo, pues de lo contrario el sentimiento no sería compasivo sino terrible, algo que como él mismo asegura, es muy diferente:

“(…) lo terrible es ciertamente cosa distinta de la compasión, incompatible con la piedad e incluso, muchas veces, útil para lo contrario, puesto que ya no se siente compasión cuando lo terrible está al lado de uno” (Ibid. 1368a20)

Hasta aquí hemos expuesto el problema de las pasiones para Aristóteles (más exactamente el temor y la compasión), tal como lo aborda en la retórica. Este planteamiento es el que nos servirá para orientarnos conceptualmente con el discurso de Martha Nussbaum.

Para no extendernos en exposiciones netamente teóricas de filósofos (como hice con Aristóteles y sus conceptos de temor y compasión), iremos analizando la forma en la que Nussbaum entiende que las emociones son juicios valorativos sobre las cosas, apoyándonos en el texto “El nadador” de John Cheever.

La primera impresión que se tiene en dicho relato es que las cosas están en calma, o en paz, como afirma el narrador. Ned Merril y su esposa Lucinda departen en la casa de unos amigos con otros invitados. Beben buenos tragos y conversan en un domingo, que según Cheever, es espléndido. El protagonista parece estar en paz con el mundo, y feliz de la vida que lleva. Todo marcha de manera bastante agradable y acorde a la existencia de una persona perteneciente a su condición social; o al menos a la forma en la que uno cree debería marchar la vida de alguien de tal posición. Su casa se encuentra en Bullet Park, a doce kilómetros hacia el sur de donde están, piensa que allá estarán sus hijas, jugando tenis o almorzando. Las palabras que utiliza Cheever para dejar claro que las cosas andan en calma y que el curso de los acontecimientos es normal son:

“No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión” (Cheever, 2006, pp. 354)

Las cosas marchan sin complicaciones, o así sería si el narrador no afirmara un poco más adelante, cuando el protagonista se prepara para lanzarse a la piscina, que Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Es la primera pista que nos da el escritor para ponernos alerta, para insinuarnos que a pesar de la tranquilidad que Ned Merryl experimenta desde el inicio del relato, en realidad hay algo que no marcha bien en él. Y tanto es así, que más adelante tal idea se corrobora con la siguiente frase:

“Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas (…)” (Cheever, 2006, pp. 354)

Cómo vemos hasta aquí, el personaje cumple con unos requerimientos básicos para que el lector pueda, de alguna manera, identificarse con él, o al menos experimentar algún tipo de simpatía. Este es el primer vínculo, no muy distinto al que plantea Nussbaum, fundamentándose en Aristóteles, respecto a la tragedia griega. El personaje debe ser bueno para que la desgracia que le ocurre sea de tipo trágico, para que el espectador (o lector en este caso) pueda experimentar compasión por lo que le sucede y a la vez, miedo de que aquello pueda ocurrirle a él mismo, de que sea una de esas cosas que pueden pasar, utilizando una expresión propia de la filósofa norteamericana.

“Las obras literarias, por el contrario, nos muestran pautas de acción generales y plausibles, las cosas que pueden pasar en la vida humana. Cuando aprehendemos los patrones de relevancia que nos brinda una obra, también obtenemos cierto saber sobre nuestras propias posibilidades” (Nussbaum, 2008, pp. 280)

Pero en nuestro caso, aún no se plantea la situación que conduce al personaje principal a experimentar un revés en su vida. De tal forma que procederemos a indicar el momento en el cual el protagonista experimenta la situación límite.

La estacada se da cuando Ned Merril decide hacer un recorrido del lugar en el que está con su esposa, hasta donde se encuentra su casa. Lo curioso es que este trayecto lo recorre a nado, valiéndose de las piscinas que hay en cada una de las casas aledañas. Podríamos decir, siguiendo el recorrido del personaje (el trayecto que lleva de piscina a piscina), que la imagen del nado no es más que una metáfora del recuerdo, de la reconstrucción de un pasado inmediato en el que ocurrió algo tan grave como para que Ned Merril haya decidido cruzar doce kilómetros nadando hasta su casa, valiéndose de las piscinas de vecinos conocidos. Este momento se da cuando el personaje accede a la cuarta o quinta propiedad de su recorrido; la casa de los Welcher. Descubre con asombro que la casa está sola y la piscina vacía, este hecho lo utiliza el narrador para hacernos un giño sobre el estado psicológico del personaje, de la manera en que se ha desvirtuado su concepción del tiempo y espacio. Tanto así, que al ver con asombro la piscina sin agua y la casa deshabitada, se pregunta:

“¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo –habría que decir, más exactamente- Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiera transcurrido más de una semana. Le fallaba la memoria, o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad?” (Cheever, 2006, pp. 359)

Ahora está más claro, algo grave ha ocurrido para que el narrador diga al final de este fragmento, ¿Le fallaba la memoria, o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? En realidad tal acontecimiento, más que ser insinuado, es casi evidente. La confirmación total de esto sucede más adelante, cuando penetra a una de las casas. Su propietaria, al verlo, lejos de sorprenderse, le habla medio en complicidad:

“- Sentimos mucho que te hayan ido mal las cosas, Neddy.

-¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.

-¿No? hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…

-No he vendido la casa, dijo Ned.” (Cheever, 2006, pp. 362).

Por último, para corroborar definitivamente el asunto, cuando está casi al final de su recorrido, llega a la casa de una vecina que brinda una fiesta, y esta, además de ponerse de mal humor por ver en su reunión a alguien a quién no había invitado, comenta con otra persona: Se arruinaron de la noche a la mañana, no les quedó más que su sueldo y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares… (Cheever, 2006, pp. 365).

Al final del recorrido, Ned Merrill descubre, extraña (o locamente) asombrado, que su casa está vacía y con todas las puertas aseguradas. Que ese, en efecto, ya no es su hogar. Ned, en realidad, ha estado recogiendo sus pasos a medida que nadaba de piscina en piscina, con la única intención de corroborar si su tragedia no ha sido más que un producto de su imaginación, o si en verdad ha ocurrido.

Me he tomado el trabajo de describir esta situación de manera excesivamente sintética, sólo porque considero necesario mostrar los breves fragmentos con los que el narrador nos va llevando progresivamente hacia la doble desgracia de Ned Merrill (su quiebra y la locura que le produce la misma). Ned es incapaz de aceptar lo que le ha sucedido.

Se podría decir que este suceso no es, desde una perspectiva convencional, un motivo para que el lector experimente temor y compasión; a lo que yo respondería que sí es posible, y que tal efecto se produce si además de tener en cuenta que esto le sucede a un hombre común y corriente, que a cualquier persona que lee el relato, bien podría ocurrirle perder todo lo que ha conseguido, perder su dinero y estatus social (aunque no sea necesariamente la posición de una persona de clase media-alta), es posible que suceda, repito, o que el lector se lo crea, si el autor hace los “guiños” necesarios para que se le siga de la forma esperada. La manera en la que esto se da, depende de la estructura misma del texto. En palabras de Nussbaum:

“(…) si queremos valorar la riqueza del contenido emotivo, no podemos ignorar su forma; de hecho, no podemos ni siquiera describir correctamente la forma o estructura de una obra trágica sin mencionar su contenido emotivo” (Nussbaum, 2006, pp. 278)

Estos guiños, cuyo fundamento se da, sobre todo, a partir del temor y la compasión como emociones que vinculan al lector con el texto, posibilitan la comprensión de la tesis que intentamos sostener: que las emociones son juicios valorativos. Y es así, justamente porque esos “guiños” antes mencionados (los fragmentos del relato que he citado anteriormente) son los que en gran medida construyen el enlace identitario entre el lector, el carácter del personaje y sus acciones. El lector pues, responde a tales acciones de la obra, descubre que además de referirse a asuntos del texto mismo, se refiere a su vez a hechos y concepciones que él mismo tiene de las cosas. Las emociones que el lector experiementa son juicios de las cosas que responden tanto a la obra sobre la cual experimenta las emociones como a las ideas que tiene de las situaciones ajenas a la narración. No hay separación de lo reflexivo y lo emotivo. Lo que el lector del relato de Cheever experimenta es la desorientación del personaje, que lo lleva (al lector) a identificar paulatinamente, por medio de la estructura de la narración, la locura de Ned Merrill, la negación del drástico cambio que ha sufrido su estilo de vida. Respecto a este tema, Nussbaum afirma que:

“La aprehensión cognitiva no viene producida por la experiencia emocional, sino que se halla enclavada en ella. Las cogniciones, si bien en cierto sentido pueden separarse de la obra (pues podemos darnos cuenta de cosas sobre nuestra propia vida sin ver una tragedia, y podemos conservar los conocimientos que nos brinda una tragedia una vez que su experiencia ha pasado), siguen siendo de la obra y constituyen respuestas a la obra(…)”(Nussbaum, 2006, pp.279)

Y continúa en la misma línea, explicando que justamente, tal forma o estructura es lo que hace que la tragedia griega sea tan importante en nuestras vidas, que sus formas se adecúen tan bien para originar experiencias que se abren camino a través del embotamiento de la vida cotidiana o nos muestran algo profundo sobre nosotros mismos y nuestra situación real. (Nussbaum, 2006, pp. 279)

Creo que aún se puede explicar este asunto de la emoción como juicio de valor en la tragedia de forma mucho más profunda, más desmenuzada, y por tanto, mucho más clara. Aún no hemos incluido los conceptos aristotélicos de pericia y agnición, constitutivos de la fábula, que nos ayudarían a aclarar de mejor manera el funcionamiento de la tragedia griega, y la forma en la que ella misma se evidencia en el relato de Cheever. La aclaración de estos elementos es de vital importancia, pues por medio de ellos podremos abordar la manera como la compasión y el temor se dan en la fábula. Cosa que aún no se ha hecho. He trabajado fragmentariamente estos asuntos adrede, pues mi intención fue exponer en primera instancia que las emociones (temor y compasión en este caso) son en efecto juicios valorativos tanto de la obra como de nuestra propia vida, y que tales emociones experimentadas antes que nada son una respuesta cognitiva a la obra misma (en este caso al texto de Cheever), y en segundo lugar (que es lo que haré inmediatamente) argumentar, ahora sí, de forma mucho más minuciosa, los elementos que hacen posible la tragedia. Lo que sigue es como una especie de fenomenología de la tragedia. El momento en el cual se exponen y analizan todas esas pequeñas partes constitutivas, y de cómo estas se encuentran instaladas a su vez en el relato que nos compete.

Empecemos pues, por la definición de fábula. Aristóteles entiende por esta, la composición de los hechos, y caracteres, a aquello según lo cual, decimos que los que actúan son tales o cuales, y pensamiento, a todo aquello en que, al hablar, manifiestan algo o bien declaran su parecer (Poética, 1455a5-8). Y un poco antes de hacer esta afirmación, dice que la fábula es la imitación de la acción (Ibid. 1450a3). La estructura de los hechos es, según el estagirita, la imitación de la acción, así, al menos, en la tragedia griega. La misma construcción, como es de esperarse, se da en el relato de John Cheever, donde en efecto hay un hombre llamado Ned Merril, con sus características propias, y el cual a su vez, realiza una serie de acciones que son las que lo conducen a la revelación (tanto suya como del lector) de la desgracia que le ocurre. Los pensamientos de Merrill respecto a la tranquilidad que siente, la extraña decisión de cruzar a nado 12 kilómetro hasta su casa y las conversaciones que sostiene con los vecinos que sienten lástima por él, van configurando, dándole orden y claridad al relato mismo, al igual que lo haría la fábula en una tragedia griega.

No me explayaré aún sobre el concepto de imitación (mímesis), puesto que quiero primero abordar algo que considero sustancial para redondear la idea sobre la fábula. Esto es, los conceptos de agnición y peripecia. El de mímesis lo utilizaré luego, cuando exponga de forma mucho más precisa por qué tales emociones trágicas son juicios valorativos y cómo estos se producen en el relato que hemos estado analizando.

Dice Aristóteles, en su poética, que la peripecia es el cambio de acción en sentido contrario (Ibid. 1452a22). La manera en que tal afirmación se da en el relato de Cheever se evidencia cuando el narrador nos lleva por el recorrido que el mismo protagonista hace de una piscina a otra, hasta llegar donde la señora que le dice muy sutilmente:

“(…) hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…” (Cheever, 2006, pp.362)

Aunque el cambio es más drástico para el lector que para el mismo personaje (pues a esas alturas uno ya sospecha que Ned es más o menos consciente de lo que le ha pasado), no deja por ello de producir cierta impresión. De igual manera, el hecho de que Ned, decida, de repente, por una razón aparentemente incomprensible, empezar a recorrer las piscinas ajenas también es una muestra de ese efecto de peripecia al que se refiere Aristóteles. Obviamente, no se da estrictamente en el sentido que plantea el filósofo, pues no es el cuento de Cheever un tragedia griega, sino una especie de tragedia norteamericana del siglo XX, con problemas, me atrevería a decir, más complejos, o que al menos su complejidad es enfocada de otra manera, porque responde a las necesidades y preocupaciones de otra época.

De igual manera, en la expresión de la mujer dueña de la propiedad que Ned invade, también se revela el carácter de agnición. Si tenemos en cuenta que Aristóteles entiende por el mismo un cambio desde la ignorancia al conocimiento, para amistad o para odio, de los destinados a la dicha o al infortunio (Poética, 1452a30). Esta mujer, de alguna manera, revela un conocimiento del que bien podríamos decir, Ned Merrill no tiene conciencia, o al menos no tiene plena conciencia en aquel momento; tal vez su locura, o desorientación (o por qué no, ambas cosas) lo mantienen en un estado más de ignorancia que de negación. Pero incluso hay un momento, una acción en el relato que da mejor cuenta de este suceso; este es, el encuentro que Merrill tiene con su ex amante, al llegar a su casa y pretender beber un trago como si nada malo hubiera pasado entre ellos. Ned la ha dejado, así que supone que tiene una ventaja, que por tal razón puede atreverse a llegar sin avisar, y pedir, así nomás, una bebida. La ex amante lo trata con desdén, le dice que tiene a otro hombre en su casa, y le pregunta por qué se sigue comportando de forma tan inmadura. He aquí la gran revelación; porque este momento no sólo encierra el rechazo de una mujer que tiempo antes fue suya, sino que ella a su vez simboliza el rechazo de todo el estilo de vida que poseía. El desprecio con el que ella lo trata significa, antes que nada, la revelación de que el valor que él tenía para ella se halla no sólo en la representación varonil, sino en el hecho de que Merrill era un correcto ejemplar de todo Bullet Park, Merrill representaba la opulencia, comodidad, soltura y poder de aquel vecindario; su amor, a lo mejor, se fundamentaba justamente en eso. Esto a Ned lo descompone a tal punto, que da unos pasos más, se zambulle en la piscina, y al salir de ella, repentinamente, se pone a llorar. La desgracia ha salido a la luz, y ya Merrill, por muy loco o desorientado que esté, es totalmente consciente de ello. La reproducción del siguiente fragmento quizá parezca un poco extenso, pero considero que es necesario reproducirlo en su totalidad, para entender la manera en la que se da la agnición en este caso:

“-Qué quieres –le preguntó ella-.

-Estoy nadando a través del condado.

-¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?

-¿Se puede saber qué te pasa?

-Si has venido buscando dinero –dijo ella-, no voy a darte ni un centavo.

- Puedes darme algo de beber.

-Puedo, pero no quiero, no estoy sola.

-Bueno, me marcho enseguida.

Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped –ya se había hecho completamente de noche- le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.” (Cheever, 2006, pp. 336)

Ned Merril se echó a llorar, y lo hizo porque a esas alturas ya estaba convencido de su desgracia. Él ya no representaba Bullet Park, no era un ejemplar de su antigua clase social. Ned ya no representaba el bienestar y la promesa del american way of life. En cambio sí representaba la caída en desgracia de un hombre que había conseguido todo lo que el estadounidense promedio desea. Ned tuvo y perdió lo que muchos hombres en los Estados Unidos quieren en sus vidas, y lo que muchos otros de su misma clase social tienen. Así, lo que se pone en juego, como posibilidad de pérdida, de desgracia, es lo que para unos es una aspiración y para otros una certeza. Cheever estremece las emociones de los hombres acomodados, pero también la de los pobres que aún creen en el sueño americano.

Hasta aquí he expuesto la manera en la que Cheever se vale de los elementos retóricos y poéticos que hemos identificado en Aristótles para producir los efectos de temor y compasión. La fábula, tal como la entiende Aristóteles, es imitación de la acción. Y es justo en tal imitación (o mímesis) donde hay que detenerse, pues según el estagirita, la imitación es placentera para los seres humanos ya que a través de ella adquieren conocimientos. Así, el filósofo asegura que:

“(…) aprender agrada muchísimo no sólo a los filósofos, sino igualmente a los demás, aunque lo comparten escasamente. Por eso, en efecto, disfrutan viendo las imágenes, pues sucede que al contemplarlas deducen qué es cada cosa, por ejemplo, éste es aquél (…)” (Poética, 1448b15-17).

La mímesis es de nuestro interés porque experimentamos placer al aprender, al adquirir conocimiento por medio de la representación de la acción. La pretensión es pues, que mediante el ejercicio de mímesis y acción que se da en la tragedia, se produzca, un tipo de “limpieza” emocional, en la cual la identificación del espectador (o lector) con las desgracias de un personaje, que en últimas, dado el hecho de que se ha venido revelando como poseedor de cierto tipo de virtudes que hacen al lector pensar que sus desgracias no son merecidas, lo pongan en contacto con lo que tales valores del protagonista representan para su vida. A esto hay que sumarle, como ya antes había dicho, la cuestión de la posibilidad de que aquello ocurra al espectador-lector en cualquier momento. Que éste cree un vínculo entre las desgracias inmerecidas del personaje con el que se identifica y la posibilidad de que tales desgracias le puedan ocurrir a sí mismo: he aquí cómo se produce la compasión, y cómo a través de ella, se materializa la emoción en tanto es juicio valorativo sobre aquello que afecta o que pone en peligro lo que ese espectador-lector considera justo, bueno y placentero. Con relación a lo anterior, Nussbaum, apoyándose en el análisis realizado por Aristóteles, concluye que:

“Si, como nos aconseja el estagirita, reconocemos que los personajes trágicos se asemejan a nosotros en su bondad general y sus posibilidades humanas, y admitimos que la tragedia muestra la clase de cosas que podrían suceder al ser humano, con nuestro miedo y en él, nos damos cuenta de que su desgracia puede sobrevenirnos también a nosotros. Y esta respuesta nos servirá de enseñanza en lo relativo a nuestra condición y nuestros valores” (Nussbaum, 2008, pp. 478).

Lo que sucede en el relato de John Cheever nos revela, al final, cuando Ned Merrill se topa con su ex amante y cuando llega por fin al que era su antiguo hogar y lo encuentra desocupado y de puertas cerradas, es básicamente que al parecer no somos tanto lo que queremos ser, sino lo que los demás han construido de nosotros, lo que los otros dicen que somos. Esa definición del otro es la que nos da en gran medida una identidad (construida socialmente), y a partir de la cual podemos empezar a evaluarnos como individuos (si es que dadas las circunstancias, el término puede ser pertinente).

Tememos por lo que le ha sucedido a Ned Merrill a lo largo de la historia; los guiños y la estructura del relato han contribuido a tal experiencia; pero además también lo hemos compadecido, porque Ned representa por un lado el sueño de unos y la seguridad de otros, o mejor dicho, la amenaza en la que se puede encontrar uno y otro estado eudaimonísta. Me refiero a la creencia que tiene el pobre de poder aspirar a ese ideal de vida burgués que no posee pero que anhela y que considera como lo más cercano a una vida buena. Y a la creencia que tiene el rico respecto a que como Merrill, él también podría perderlo todo en cualquier momento, de que no está exento de tal situación. Así, la reacción que uno y otro expresen respecto a la “odisea” de Ned Merrill, dirá mucho sobre el tipo de valoración que ellos mismos tienen del buen vivir, de lo que representa esa escala valorativa en su estructura de fines.

Bibliografía

- Cheever, John, Relatos 2, Emecé, España, 2006

- Aristóteles, Retórica, Editorail Gredos, Madrid, 2005.

- _________, Poética, Editorial Gredos, Madrid, 1992.

- Nussbaum, Martha, Paisajes del pensamiento, Paidós, 2006.

- _________, La fragilidad del bien, La barca de la medusa, 2008.

viernes, 21 de enero de 2011

El pensamiento afirmativo y la masa como ornamento: apuntes sobre la mentalidad totalitaria a partir de algunas ideas de S. Kracauer y H. Marcuse

Por Ignacio Javier Beetar Zúñiga


Estoy diciendo que hay un fallo estructural en la vida entera –dijo chip-. Estoy diciendo que la burocracia se ha arrogado el derecho de adjudicar el calificativo de “patológicos” a ciertos estados mentales. La falta de ganas de gastar dinero se convierte en síntoma de una enfermedad que requiere una medicación carísima. Medicación que, luego, destruye la libido o, en otras palabras, elimina el apetito del único placer gratuito que hay en este mundo, lo que significa que el afectado tiene que invertir aún más dinero en placeres compensatorios. La definición de salud mental es estar capacitado para tomar parte en la economía de consumo. Cuando inviertes en terapia, inviertes en el hecho de comprar. Y lo que estoy diciendo es que yo, personalmente, en este mismísimo momento, estoy perdiendo la batalla contra una modernidad comercializada, medicalizada y totalitaria.

Jonathan Franzen, Las correcciones.

El ornamento de masas es el reflejo estético de la racionalidad anhelada por el sistema económico dominante.

Siegfried Kracauer, El ornamento de la masa.



Hablemos de la apariencia y su consonancia con el pensamiento afirmativo. Para Siegfried Kracauer, el concepto de apariencia atraviesa claramente el funcionamiento social de un tipo de gobierno donde se impone el autoritarismo. El impacto que tuvo para este teórico social alemán la aparición de un fenómeno como el de las tillergirls (que en su momento fueron el antecedente directo de lo que hoy día son las animadoras) significaban en cierta medida, el triunfo de un tipo de concepción del mundo donde la estandarización social contribuía a la consolidación de los intereses de los grandes empresarios: “Estos productos de las fabricas norteamericanas de distracción ya no consisten en muchachas jóvenes individuales, sino en complejos de muchachas jóvenes cuyos movimientos son demostraciones matemáticas”.[1]

Y no únicamente eso, sino que a su vez también significaba –al menos para este autor-, el encuentro, quizá un poco retorcido[2] entre el concepto de ornamento y la transformación del significado de un término como el gusto en toda una cultura. Así, la relación entre apariencia, ornamento y gusto se enlazan con el pensamiento afirmativo al estar encaminados a la reconciliación del interés estético en una comunidad. Al respecto, Kracauer afirma, remitiéndose al fenómeno de las tillergirls, que “Una mirada hacia la pantalla nos muestra que los ornamentos consisten en miles de cuerpos, siempre en traje de baño y asexuados. La masa, ordenada en las tribunas, ovaciona la regularidad con que sus modelos ejecutan sus piruetas”.[3] La masa, como afirma este autor, ovaciona tal ornamento. Pero ¿por qué?, al parecer, se debe a una especie de inclinación hacia el orden, hacia el funcionamiento sincrónico de las cosas, que a su vez se halla íntimamente ligado a la producción a gran escala del mundo industrial. Pero incluso, podríamos dar cuenta del impacto de tal fenómeno yendo un poco más atrás, penetrando en la que podría ser una de las razones primeras de tal fenómeno: me refiero al sentido que tenían tales representaciones en ámbitos como el militar, donde la sincronía de los cuerpos tenía una razón de ser, es decir, poseía un significado que justificaba tal representación. De esta manera, podemos entender a Kracauer cuando afirma que “el ornamento es un fin en sí mismo”[4], pues el ornamento como tal, que es la simple representación de un acto producido de forma uniforme y masificada, a pesar de su ordenamiento y sincronía, no responde a la parte racional del hecho, sino a un simple deleite de los sentidos, a un tipo de experiencia agradable que no posee ningún significado más allá de lo meramente representado. Esto es el ornamento. Algo que en el fondo es vacío, insustancial, pero que contribuye a la uniformización del pensamiento a través del gusto, del deleite sensual, que no opera a través de la razón, o que convierte la razón en un elemento al cual se le dota de sentido en la insustancialidad misma. En el ornamento se elimina la historia del fenómeno. En palabras de Kracauer, y utilizando como ejemplo una vez más sus tillergirls:

“El ballet de épocas pasadas también proporcionaba ornamentos que se movían como un calidoscopio. Sin embargo, una vez anulado su sentido ritual, seguían siendo la figura plástica de la vida erótica que ésta producía a partir de sí misma y que determinaba sus rasgos. Por el contrario, el movimiento de las masas de girls se encuentra en el vacío, es un sistema de líneas que ya no tiene ningún sentido erótico, sino que en todo caso indica cuál es el lugar de lo erótico”.[5]

Esta es la treta de la industria, de la empresa, de la producción capitalista. No me atrevería a hablar de una aniquilación de la racionalidad, pero sí al menos de una tergiversación de lo racional usando como arma efectiva el ornamento mismo. Kracauer se refiere a este efecto como un enturbiamiento de la razón, y la escuela de Frankfurt lo estudia desde la idea de una falsa racionalidad, de un tipo de razón instrumentalizada. Si bien turbiedad no es sinónimo de instrumentalización, también es cierto que ambos comparten, en cierta medida la idea de una falsificación y tergiversación de la finalidad de la razón, al comprender lo turbio como aquello que no es claro, que no ha sido lo suficientemente develado, y lo instrumental como aquello mediante lo cual algo es utilizado de acuerdo a unos intereses particulares y contrario a la finalidad que el elemento mismo posee. Esta desviación, contraria a los intereses de la ilustración, que era la supuesta autodeterminación del ser humano, responde a la eliminación de esta misma autodeterminación, a la aniquilación de la subjetividad, y la imposición de un tipo de pensamiento y de inclinación en general por lo masificado. Hablamos de la desaparición de la autonomía, de la paulatina muerte de la libertad, porque “La masa es aquello que se inserta. Así, sólo como parte de la masa, no como individuos que creen estar formados desde el interior, los hombres apenas son fragmentos de una figura”.[6]

Nos estamos refiriendo al triunfo de la sociedad industrial (en Kracauer) y la post-industrial (en Marcurse) a través de una falsa racionalidad. De una razón verdaderamente irracional, instrumental.

Para Marcuse, el triunfo de la razón instrumentalizada es el triunfo –paradójicamente- del discurso científico por encima de toda metafísica. Obviamente, me refiero al discurso científico como discurso de orden lógico-racional que en vez de encargarse de develar la “realidad”, de dar cuenta de los fenómenos de la naturaleza, se encarga de adaptar tales conocimientos y discursos a unos intereses particulares (los del capitalismo, entendido este en términos afirmativos, totalitarios). Y a su vez, para entender tal triunfo, es necesario comprender que la historia de la humanidad, en últimas, es la historia de dos factores fundamentales: la razón y la técnica. Ambas son formas de las que se ha valido el ser humano para explicar y manipular los fenómenos naturales. La cuestión con la técnica y la razón es sumamente compleja, debido a que tanto la una como la otra se ven involucradas en el proceso de desencantamiento del mundo. Proceso mediante el cual la ciencia y la razón explican las cosas y se desligan del discurso metafísico. Sin embargo, tal despertar o desmitificación, responde a su vez a un tipo de pensamiento retorcido, que pone la ciencia al servicio de lo particular, por encima del interés social. La técnica (el adelanto tecnológico) sirve como herramienta para explicar y modificar la naturaleza, pero también es utilizado como herramienta alienante del ser humano. El hombre, al verse sometido a la tecnología, a la posibilidad de comodidad y de prosperidad que ella ofrece, cambia su autonomía, su libertad, su autodeterminación, por simple y llana seguridad, confort, la calma que procura el estilo de vida que la sociedad capitalista promueve:

“En este universo, la tecnología también provee la gran racionalización para la falta de libertad del hombre y demuestra la imposibilidad técnica de ser autónomo, de determinar la propia vida. Porque esta falta de libertad no aparece ni como irracional ni como política, sino como una sumisión al aparato técnico que aumenta las comodidades de la vida y aumenta la productividad del trabajo”[7]

Tecnología pues, en el discurso de la sociedad afirmativa es igual a decir comodidad, abundancia y felicidad, lo cual a su vez es igual a decir naturaleza medible. Pero para medir y controlar, es necesario homogeneizar. La principal idea que se tiene sobre el control en una sociedad totalitaria, depende de la capacidad que se tenga de controlar el comportamiento social, de someterlo a los intereses del sistema imperante.

Pero para entender mejor el funcionamiento de la sociedad afirmativa, se necesita comprender que ella misma, en su origen tiene un fundamento en el idealismo. Es así como los hombres al poner su fe en el progreso, en el desarrollo de la razón (teoría de la ciencia) y de la práctica científica, trataron de emanciparse y buscar una libertad que la religión y cualquier tipo de metafísica al uso no podía ofrecerles. Los hombres pues, trataron de lograr autonomía de pensamiento y acto por medio de la confianza en el progreso. Y sin embargo, fue el progreso quien delimitó el campo de acción de los hombres. Al proponer la burguesía un tipo de sociedad en la cual los hombres fueran iguales, negaba su propio enunciado al demostrar en la realidad la falsedad de tal afirmación. De esta manera, la burguesía del periodo de la ilustración comenzó a utilizar la ratio como una especie de falsa conciencia, a instrumentalizarla, convenciendo a los menos favorecidos (aquellos cuyas condiciones materiales de existencias eran enormemente desventajosas en relación con los burgueses) de que –al menos en abstracto- todos los hombres eran iguales. La preocupación de la clase burguesa que detentaba el poder era conseguir por medio de su falsa conciencia, que los menos favorecidos no pasaran del discurso abstracto al discurso concreto:

“A la burguesía que había llegado al poder, le bastaba la igualdad abstracta para gozar de la libertad individual real y de la felicidad individual real: disponía ya de las condiciones materiales capaces de proporcionar estas satisfacciones. Precisamente, el atenerse a la igualdad abstracta era una de las condiciones del dominio de la burguesía que sería puesto en peligro en la medida en que se pasara de lo abstracto a lo concreto general”.[8]

De cierta manera, el paso de la metafísica (religión) a la razón no sólo condujo a un desenvolvimiento del hombre por el mundo de una manera más laxa, sino que antes que nada le abrió las puertas al poder con el que tanto soñaba la burguesía. Lo que se soñó como una autodeterminación de todos los hombres (ya que se suponía todos eran iguales), se convirtió en una forma altamente sistematizada, racionalizada de dominarse unos a otros. De ahí que cuando Marcuse dice que “En la realidad social, a pesar de todos los cambios, la dominación del hombre por el hombre es todavía la continuidad histórica que vincula la razón pre-tecnológica con la tecnológica”,[9] se refiera justamente a estos inicios en los cuales la razón en ese período pre-tecnológico empezó a ser gobierno de unos hombres sobre otros, se ha mantenido como una constante incluso durante el periodo de avance en materia de tecnología; esto quiere decir que la razón y la técnica lejos de facilitar la vida a los hombres en general y de brindarles autonomía, los ha reducido a un tipo de dominio en el que tanto el obrero como el empresario son piezas que funcionan según los caprichos del sistema que ellos mismos han establecido. Así pues la tecnología, fundamentada en un tipo de racionalidad retorcida, funciona a un ritmo en el cual los hombres (tanto dominados como dominantes) no pueden más que adaptarse desesperadamente en aras de la sobrevivencia del sistema mismo.

El sistema sobrevive por encima de los hombres y los reproduce acorde a sus propios intereses (los del sistema). El pensamiento afirmativo empieza donde la negatividad, donde los espacios privados (entiéndase por espacio privado, en este contexto, la eliminación de la actitud crítica, de oposición a la que tiene derecho todo ser humano) son vulnerados por medio de la creación de una falsa conciencia basada en un estado de bienestar que ofrece una serie de beneficios cuya base está dada en la tecnología y en un tipo de razón instrumental que oculta el funcionamiento y fines reales del estado. Así los hombres se inclinan hacia la seguridad, la comodidad, y ofrecen su libertad a cambio del disfrute de los favores que la sociedad ofrece. El sistema capitalista ofrece las misas oportunidades para todos (en abstracto). A todos les brinda, supuestamente los mismos productos, todos están capacidad de comprarlos (nuevamente, en abstracto). Así los ideales de todos se vuelven un solo ideal, así hay un control un poco más fiel del comportamiento del consumidos, del ciudadano; así, el hombre puede ser cada vez concebido como un todo homogéneo, o un ser cada vez más cerca de la homogenización.

Tanto para Kracauer como para Marcuse la palabra homogenización se halla íntimamente relacionada con control. Para el primero, el ornamento de la masa es la disposición que se desarrolla en la cultura para que todos vayan en busca de los mismos objetivos, desarrollen los mismos gustos, a través de la insustancialidad del objeto, de la carencia de sustancia del fenómeno masificado. Mientras que en Marcuse tal control es mantenido por medio de un aparataje tecnológico cuya base es la racionalidad puesta al servicio de esa misma tecnología.

El ornamento define a la cultura desde una estética de lo vacuo, desde la pérdida de la historicidad del fenómeno. Y el pensamiento afirmativo no es más que el resultado de tal insustancialidad pero puesta al servicio de un ideal de vida cómodo que “se opone a la realización de la razón que habla desde el fundamento del hombre”[10]



[1] Kracauer, Siegfried. El ornamento de la masa. La fotografía y otros ensayos. Editoral gedisa. Barcelona.2008. Pág. 52.

[2] El subrayado es mío.

[3] Kracauer, Siegfried. El ornamento de la masa. La fotografía y otros ensayos. Editoral gedisa. Barcelona.2008. Pág. 52.

[4] Ibid, Pág. 53.

[5] Ibid, Pág 53

[6] Ibid, Pág. 53.

[7] Marcuse, Herbert. El hombre unidimensional. Madrid. Planeta Agostini. 1985. pág. 186.

[8] Marcuse, Herbert. Cultura y sociedad. Editorial Sur. Buenos Aires. 1969. Pág. 52

[9] Marcuse, Herbert. El hombre unidimensional. Planeta Agostini. Madrid. 1985. Pág. 171

[10] Kracauer, Siegfried. El ornamento de la masa. La fotografía y otros ensayos. Editorial gedisa. Barcelona. 2008. Pág. 59.

miércoles, 30 de junio de 2010

DE LA RELACIÓN ENTRE ARTE, CRÍTICA, POLITICA Y BELLEZA VISTA DESDE LA FILOSOFIA DEL ARTE DE ARTHUR DANTO

Por Ignacio Javier Beetar Zúñiga


No cabe duda de que como bien dice Arthur Danto, “la belleza es un atributo demasiado humanamente significativo para que desaparezca de nuestras vidas”(1). Y esto es así, precisamente porque el concepto de lo bello tiene una relación intrínseca con todas las dimensiones de la vida (incluido el arte). La ha relacionado con lo bueno, lo correcto, y en esta dirección lo han concebido críticos como Moore. Para este, la belleza es un atributo estéticamente significativo. Nótese que la apreciación de Danto y la de Moore difieren en un punto fundamental: y este es, la belleza en tanto atributo estético para uno y humano para el otro.
Sin embargo, al parecer, para Danto, que la belleza sea un atributo ante todo humano, implica no sólo la importancia de esta en cualquier dimensión de la vida; esto es, la importancia de la belleza en tanto nos permite desarrollar una forma particular de entendernos con el mundo, sino que a su vez concibe a esta como un bien importante en relación con la apreciación artística, aunque no lo ve como el único elemento pertinente al abordar tal apreciación. Para Danto no es indispensable. De ahí se desprende el hecho de que Danto no conciba la belleza como imperativo a la hora de apreciar una obra. Pues como bien afirma él, el arte –al menos el que cataloga como bueno- no tiene que ser necesariamente bello.
Ahora, es importante hacer una aclaración. Lo que he llamado hasta ahora arte “bueno”, es llamado por este filósofo excelencia artística; término a su vez acuñado por el Whitney en el catálogo de la exposición que hicieron en el 93.
Para Danto, la excelencia artística tiene que ver con la capacidad que tenga la obra para producir el efecto esperado, que en palabras del propio autor sería “(…)lo que se supone que debe hacer el arte,(…)el efecto que aspira a producir”(2).
No hay pues en este autor una relación estrictamente necesaria entre tal efecto y la belleza, no es por medio debe entender la experiencia con la obra de arte. Pero esta ruptura en realidad no es nada novedosa, pues desde mucho antes se venía manifestando tal preocupación no en la filosofía, sino en los mismos artistas. Desde principios de siglo veinte se había sentado un precedente al respecto con le trabajo de personajes como Duchamp, André Bretón, Tristan Tzara y otros.
A estos individuos, cuyo trabajo estaba en seria pugna con el ideal de “belleza artística”, Danto los clasificó bajo el rótulo de Vanguardia intratable.
Pero a todas estas, ¿qué significa estar en pugna con la belleza?
Para personas como Clement Greenber y Jhon Cage consistía en el ocultamiento de la misma. Greenber consideraba que la belleza de la obra se descubriría a posteriori, con el tiempo, y con una lectura de la misma donde la primera impresión, que al parecer para él se encuentra estrechamente ligada con la fealdad aparente , debía dejarse reposar por medio de la reflexión. La obra pues, poseía una belleza interna, una belleza que no se relacionaba con lo externo. Sin embargo, aún relacionaba la excelencia artística, el valor que se le daba a la obra, por el efecto que producía, en relación con los atributos de belleza y fealdad. Existía (al menos para personas como Greenberg y Cage) una especie de relación entre los conceptos de ocultamiento y desocultamiento. Lo feo era, por decirlo de alguna manera, el camino por el que debían transiar las primeras impresiones de los espectadores, y ya luego, más allá de lo que percibían los sentidos, se debía realizar una lectura particular de los símbolos que entraban en juego dentro de la obra fea en apariencia; es decir, que se suponía que los espectadores hallarían un tipo de belleza abstracta al identificar ciertos elementos internos en la obra.
De esto se desprenden dos reflexiones, a mi parecer, importantes, relacionadas por su puesto con la opinión contraria de Danto: primero, que la excelencia artística no tiene una estrecha relación con el desocultamiento de lo feo y la interpretación de este atributo como un elemento necesario para conocer la belleza interna de la obra; cosa que Cage y Greenberg pensaban sí era posible; y segundo, que el discurso de Greenberg y Cage resulta relevante, al menos, en un cincuenta por ciento, dado que en él se plantea de elementos como la interpretación y el símbolo.
Para Danto la expresión simbólica es la encarnación del significado que no se halla explícitamente en la obra (3). Entiende Danto por significado encarnado, el extraer un fragmento de un mundo ideal, ajeno al “real”, a ese en el cual se vive, e instalarlo (el fragmento) en este último. Es algo así como un pedazo de otro mundo distinto al que se habita, y al que al traer ese fragmento a la dimensión de la vida vivida, se entiende como anhelado, deseado, anunciando así la nostalgia por este y el rechazo por la dimensión en la que el artista se desenvuelve.
Justamente, el símbolo representa ese fragmento. Para Danto tal símbolo “Permanece encapsulado en un mundo contra el que levanta testimonio, (…) es (…) un reproche viviente” (4).
Por tanto, la expresión simbólica es una forma de rechazo de ciertos signos de este mundo. Se pueden interpretar como el deseo y la nostalgia de traer aquí y ahora un mundo alternativo, en tanto ese mundo –que a su vez es ideal- es encarnado en este por medio de la instalación de un fragmento de ese mundo ideal o imaginado. “ese mundo está en este como un dios, que pertenece a otro plano de la realidad” (5).
Es precisamente esta reflexión la que nos servirá de norte, junto con la relativización de la belleza en el arte contemporáneo (en tanto no es considerado un atributo necesario en la elaboración e interpretación de la obra), para abordar el sentido de la crítica y la transformación de la realidad como elementos integrados tanto a la creación como a la interpretación del arte contemporáneo.
En efecto, lo que nos ha legado la Vanguardia intratable, ha sido el distanciamiento de la belleza como atributo necesario para la obra de arte.
Lo que encontramos en trabajos como la Mona Lisa de Jean Michel Basquiat (basado, como ya sabemos en la obra de Da Vinci, pero utilizando un estilo libre, para nada bello, que incluso podría considerarse horroroso, algo parecido a la intervención que un niño podría hacer con crayolas), o su Venus negra, también de 1983, e incluso, La Muerte de Michael Stuart (donde los policías son parecidos a dibujos animados o cartoons de las series de T.V. de la época, lo que hallamos, repito, en obras como esas, es una ruptura con la concepción de lo bello, incluso podría considerarse un regreso a la infancia, una nostalgia de la forma en la que suele dibujar y colorear un niño; donde la concepción de belleza no está en sintonía con lo que puede entenderse de la misma en el mundo del arte y en cualquier otro ámbito de la vida. En eso quizá coincida la obra del pintor neoyorquino con la afinidad que Danto experimenta hacia la concepción artística del Dadá, ya que en aquel ismo, como en la obra de Jean Michel, sus “(…) productos sólo por error pueden considerarse bellos” (6).
Como se puede notar, he tratado de abordar la cuestión de la belleza, sus contrastes en relación con la vanguardia intratable y la democratización del arte más allá de la belleza misma, de la manera como artistas del siglo veinte y veintiuno (particularmente Basquiat, Hans Bellmer, Santiago sierra y Kepa Garraza) abordaron de forma quizá no totalmente conciente, tal democratización; de cómo por medio de ella lograron de algún modo hacer más allá de las que constituyen las élites del arte, y de cómo en sus trabajos hay una crítica implícita que de las obras hacen dichos grupos cerrados.
La cuestión, me parece, trata más bien de cómo los artistas contemporáneos han utilizado tanto los elementos semióticos propios de la interpretación que utilizan los conocedores o críticos de arte, y los han puesto de forma lúdica al alcance de gente cuyo contacto con lo artístico es mínimo o casi nulo. Es esta, como ya dije, una forma de democratizar tanto la práctica artística misma como la posibilidad de interpretación, desmontando así el discurso de una minoría que detenta dicho privilegio intelectual.
En una entrevista hecha por la revista Lápiz al artista madrileño Santiago Sierra, titulada La capacidad crítica del arte, el artista se refiere a la posesión de estas herramientas intelectuales posibilitadoras de la interpretación simbólica de las obras como la posesión de un privilegio, en tanto “la posesión de cultura significa tiempo de ocio; es un lujo, como la posesión de espacio para colgar cosas” (7). A eso más o menos me refiero cuando digo que dentro de esa masa, dentro de ese grupo popular, se hallan a su vez personas con intereses específicos frente a estas temáticas. En definitiva, por mucho que artistas y críticos bien intencionados como Arthur Danto traten de democratizar el arte -aún no tengo claro a qué apunta Danto con tal afirmación- , sigue perteneciendo tal manifestación y su interpretación a grupos cerrados en los que tales elementos o herramientas interpretativas circulan y se transforman, pero siempre de forma restringida; al menos en este aspecto la posición un tanto irónica y cínica de Santiago Sierra parece ser acertada, en tanto reconoce que tal democratización es posible si el acceso a tales discursos no es restringido, pero que a su vez lo son en tanto el interés de comprender tales elaboraciones semánticas se dan dentro de los lindes de la cultura del ocio, de aquellos que tienen el tiempo suficiente para dedicarse a la reflexión y contemplación de las mismas.
Está visto pues, que la politización del arte en tanto dos discursos que circulan en relación a la interpretación del significado encarnado, de los símbolos que componen el mismo, y que son, como ya se dijo, un fragmento de un mundo ideal, traído a este otro mundo –el real- en la que se exponen esos fragmentos, es inevitable. Y tal politización es inevitable porque circulan además de las intenciones del artista e incluso las de los críticos (por muy bien intencionados y democratizantes que sean) otros intereses donde la posesión del poder tiene a todas luces un papel preponderante; un poder que para el caso, depende de la capacidad que se tenga para acceder a tales discursos, capacidad que depende –como ya se dijo- en cierta medida, de tiempo libre, del ocio, por medio del cual se puede estar en disposición para reflexionar sobre estos asunto. Ya diría Santiago Sierra al respecto que “para desarrollar la actividad artística se requiere mucho tiempo de ocio y una formación muy especializada, además de acceso a círculos muy restringidos copados por esos círculos sociales. El artista suele pertenecer a ellos y responde en su lenguaje a los intereses de su clase” (8). Sin embargo, Sierra también reconoce que artistas que no pertenecen a tales círculos sociales -al menos en algunos países- han podido acceder a ellos, pero no muy fácilmente, y se han hallado en ocasiones frustrados al ver que el discurso que tratan de incluir no pertenece y no es aceptado por las élites que se desenvuelven discursivamente de otra forma: “En el siglo veinte se amplió un poco el círculo debido a que la educación llegó también a otros grupos, aunque esto ha sucedido en unos pocos países. Normalmente estos artistas sufren frustración en las primeras etapas de su carrera, pues pagan su intruismo social con el fracaso a la hora de insertar su producción en esos círculos que no reconocen sus planteamientos como propios” (9). Esto, por supuesto, en casos excepcionales, porque a la larga los planteamientos contemporáneos en torno a los intereses artísticos, los símbolos, son utilizados (sea cual sea la clase social a la que pertenezca el artista) siempre, o casi siempre, en la línea de los discursos de las elites que detentan el conocimiento de este tipo de producción intelectual.
Pareciera que con lo anterior me estuviera desviando de la relación entre arte política y belleza; pero no es así, puesto que al menos en obras como las de Basquiat y Warhol encontramos elementos donde arte y política confluyen en las relaciones de poder que se hallan inmersas en el discurso (aunque sus formas de abordar tales asuntos se manifiesten desde posiciones formales distintas), puesto que la posición Warholiana en tanto celebración de la sociedad de consumo y de las técnicas publicitarias que posibilitan tal celebración, también contribuyen a realizar una reflexión en torno al papel de la belleza, de los objetos que pueden o no ser considerados bajo este criterio; y la de Basquiat confluye similarmente en tanto sigue la misma línea de ruptura, pero no de forma integradora, celebrativa, sino desde una postura disímil en tanto aspecto formal, pues recurre a un estilo callejero, más popular, que trata de introducir –y lo logra- en el discurso de las elites.
Si para Danto, la belleza de la obra pictórica de Robert Motherwell -sus elegías- era interna a su significado, y por tal razón artísticamente relevante, o como ya antes habíamos dicho, poseedora de una excelencia artística, en el caso de Basquiat podríamos decir que la “fealdad” de su obra acierta adecuadamente con el significado de la misma, ya que era la dureza de la calle, la negación de los discursos de elite, lo que justamente planteaba en gran parte este artista. No es pues una obra bella, y no existe en forma alguna una conexión de belleza externa ni interna, pero su fealdad, su sobrecarga de elementos simbólicos, su –para decirlo en términos de Danto- significado encarnado, y la utilización del trazo infantil, ingenuo, como símbolo tal vez de una infancia perdida, pero a la que se aferra en su obra de manera desesperada, la convierten en una obra importante, y con la excelencia artística de la que habla Arthur Danto.

No lejos de este planteamiento se halla Hans Bellmer. Lo que este artista logró con sus esculturas -sus muñecas- puede emparentarse sin problema alguno con el planteamiento en el que Danto afirma que “la conjunción de la bellezacon la ocasión del dolor moral, transforma en cierto modo el dolor, rebajando su gravedad en un ejercicio de liberación” (10). Danto afirmaba esto en relación a la obra Elegía de Robert Motherwell, pero bien se podría aplicar al trabajo de Bellmer, puesto que gran parte de su obra –La Poupee, The Doll, y otras más-, tenía como temática el deseo que él había sentido durante tanto tiempo por su prima Úrsula, de quince años. En efecto, la obra La Poupee, aunque posee un significado ambiguo, donde se halla un encuentro ambivalente, no pierde por ello su sentido de lo bello, pues el rostro de la muñeca, es delicado, infantil y cargando de una profunda belleza, que a su vez está atravesada por la desesperación del artista frente a esa niña-mujer-objeto de deseo que jamás pudo poseer.
Si para Danto la belleza puede ser un recurso válido en el arte siempre y cuando sea correctamente utilizado, mientras no se abuse de ella, esto es, cuando sea pertinente, en el caso de Bellmer, esto, además de ser posible en sentido unitario, o sea en tanto conexión interna y externa, es posible a su vez en un sentido ambiguo, donde como el mismo artista lo dice, resultan de esas ambivalencias, de esa pugna entre lo bizarro-morboso y lo bello, un tercer elemento, al parecer abstracto, esto es, intelectual, cognitivo, que le da sentido a la producción y la dota de la excelencia artística a la que apunta Danto.

Ahora quisiera dar por terminado este breve texto con la relación entre belleza política, crítica y arte junto con otro elemento: la ironía. Para esto abordaré la cuestión con un artista contemporáneo, a mi parecer, muy relevante. Me refiero a la obra de Kepa Garraza.
Cuando Arthur Danto habló en determinado momento de la muerte del arte, la expuso en términos hegelianos, insistiendo en que “el arte ya no era posible en términos de una narración histórica progresiva” (11). Está era para él una idea liberadora en tanto no restringía a los artistas a continuar por una especie de camino unidireccional, los liberaba “de tener que seguir una línea histórica correcta” (12). Así, después de todos los ismos, del paso de todas las vanguardias, ¿qué quedaba? Al parecer nada más que hacer, pero nada más que hacer en términos de historia de las vanguardias, habían terminado las rupturas, las transgresiones del canon –o los canones-. Ahora había total libertad para deslizarse por cualquiera de los ismos, los artistas podían ser dadaístas, surrealistas, impresionistas, pos impresionistas, pop, etc. En esa concepción liberadora se enmarca Danto para plantear su propuesta de una filosofía del arte que pudiera plantear lo que es el arte desde esa posición abierta, incluyente, y al parecer ilimitada. Afirma Danto la respecto que: “(…) sólo cuando nuestras conciencias asumieron el pluralismo radical, se hizo posible finalmente una definición (…) Sólo cuando se instaura el pluralismo como tal se puede hacer filosofía del arte de un modo transhistórico” (13). He ahí la posibilidad de construir un concepto válido –al menos para Danto- de lo que es el arte. Gracias a esa pluralidad de discursos, de inclusión del famoso “todo vale”, se puede llegar, a ojos de este filósofo, a definir el arte.
Kepa Garraza deambula por estos extraños caminos. Pareciera como si él a su vez, tratara de etiquetar esta misma crisis con un rótulo que le proporcionara una momentánea calma; pero no es calma lo que busca Kepa Garraza; es, me parece, desespero. Un desespero provocado por esa extraña búsqueda de una definición a lo que sea que haya quedado de aquello que llamábamos arte y que era indefinible precisamente por el orden o camino que llevaba a lo largo de su propia historia. Con la ruptura de la linealidad y el surgimiento de lo que Danto llama el pluralismo radical, más que poder definir o encontrar un horizonte a tal práctica cultural, lo que se encontró –al menos en este artista- fue la formulación de una pregunta irónica y humorística, elaborada a partir de elementos pertenecientes a los formalismos clásicos, del canon al que en esta época de posmodernidades tanto se agrede.
Kepa Garraza hace su crítica a partir de la ridiculización del artista como figura clave dentro de dicha práctica cultural, y lo hace, al menos en una de sus series, valiéndose de artistas suicidas famosos; en otra, por medio de la simbolización de la muerte del arte ya no como práctica susceptible de ser interpretada, sino como objeto puesto al servicio de galerías y museos. Garraza, al parecer rompe con las instituciones que detentan y dan el visto bueno a las obras, y con ello, por supuesto, también rompe con la crítica misma, aunque en efecto sea su trabajo precisamente eso: una crítica (al parecer resulta imposible desprenderse del genial planteamiento incluyente y pluralista de Danto, el discurso, no cabe duda, está atravesado por el pensamiento Hegeliano). Esta ruptura, al menos en su obra, es violenta. Por un lado tenemos la de los artistas suicidas, titulada Y los llamábamos ángeles caídos. Y la otra, Acción de asalto al arte. Se vale de formalismos clásicos como la elaboración minuciosa de la anatomía humana y el manejo de la luz y la sombra, para ridiculizar tanto al arte como a los artistas, sin dejar de lado, por supuesto, a los “adorados” críticos.
La composición de las pinturas, las formas de los personajes incluyen sin lugar a dudas un reconocimiento de lo bello, de lo hermosamente elaborado para transmitir una idea que en esencia es retorcida, pues las situaciones en las que se hallan los personajes siempre es explosiva. Suicidios, asesinatos, o inmolaciones provocadas por medio de atentados terroristas a museos. La muerte del arte es la muerte de quién lo produce, de las instituciones que lo detentan y de la crítica que emite juicios al respecto. Hay también una implicación política respecto a la belleza, pero la forma en la que aquí es concebida es incluyente, ya no desde la perspectiva de la excelencia artística en tanto el significado interno confluye perfectamente con lo externo de la obra, sino por medio de las contradicciones quizá al estilo Hans Beller, pero incluso yendo más allá de este, pues su intención en el fondo es desenmascarar el entramado del mundo del arte, y no desenmascararse así mismo, que fue lo que hizo el artista austriaco a través de sus muñecas.

Con todo esto me parece que se podría tener al menos una idea general del papel que han jugado la belleza, la política (en tanto politización de la belleza), la crítica (ya sea de sí mismo, del trabajo del artista, o del arte como institución), y en este último caso, el humor como medicina para hacer frente a lo absurdo, inevitable e infinitamente incluyente.